25 Jul Bienal de Arte del Chaco: esculturas como parte del paisaje cotidiano
Toda la semana estuvo atravesada por numerosas actividades, con escultores de todo el mundo, recitales, obras de teatro y otras expresiones culturales.
En un bar. En el hotel. En una esquina cualquiera. En una plaza. En el lugar menos pensado de Resistencia, incluso, se erige siempre una escultura. Puede ser pequeña, o inmensa, o de tamaño medio. Puede ser de madera, de metal, de piedra, de mármol, de alguna argamasa biodegradable… de una variopinta gama de materiales. Puede estar al lado de un árbol, bajo el espejo del baño de un pub, tras la entrada de una peña folklórica, en la recepción del aeropuerto, o en la puerta de la cancha de Chaco For Ever, lo cierto es que todas ellas juntas y todo eso junto configura una pertenencia fuerte. Una identidad. Algo que identifica y destaca a esta bella y joven ciudad de las del resto del país. Justamente este vínculo vital, esta convivencia preciosa entre pueblo, arte y paisaje es lo que vino a ratificar la nueva edición –la duodécima de su rica historia– de la hoy llamada Bienal de Arte del Chaco. “En Resistencia, las estatuas no están enrejadas, ni valladas, no es necesario ir a un museo para verlas, forman parte de la cotidianeidad de la gente, están en parterres, esquinas, en la vereda del vecino. La comunidad abrazó rápidamente esta iniciativa”, dijo Josese Eidman, cabeza visible de la Bienal desde la muerte de Fabriciano Gómez, en conferencia de prensa.
Toda la ciudad, buena parte de la provincia y turistas procedentes de lugares más lejanos estuvieron en estado de movilización permanente, durante una semana atravesada por miles de actividades. Acciones espontáneas, disímiles, numerosas, casi imposibles de asir en sus verdaderas dimensiones. Se calcula que casi novecientas mil personas –sí, eso—pisaron las ocho hectáreas del Parque 2 de febrero durante siete días, en busca de que le pasaran cosas. De dejarse sorprender. De sentirse parte de ese todo identitario. Y no solo en lo que compete específicamente al encuentro (la escultura, porque así la pensó originalmente Fabriciano) sino también de mucho más. De eso que, de veras, es imposible de asir.
Porque a la escultura la escoltó la música –no hay como ella para convocar multitudes, claro–. Así se hizo, entre el sábado 16 y este domingo, a través de bandas, solistas y agrupaciones que emprendieron sonidos en uno de los sectores más concurridos de la Bienal: el Domo del Centenario. Allí hubo para todos los gustos. De la Orquesta Sinfónica del Chaco y el Coro Polifónico de Resistencia juntos, recreando la Novena Sinfonía de Beethoven a orillas del Río Negro, al mítico Anacrusa de José Luis Castiñeira de Dios. De Peteco Carabajal al dúo Baglietto-Vitale. O de Agarrate Catalina a Lucas Monzón, miles de personas disfrutaron de ellos en forma gratuita.
También de las actividades que fueron rodeando, como la cintura del río, a la principal. Un mosaico icónico de sentidos escénicos a través de obras de teatro, danza, títeres, circo, artesanías –indígenas y de las otras—y todo tipo de expresiones artísticas urbanas y emergentes, que también dejará huellas de pertenencia en la ciudad. “Aspiramos a que esto se transforme en la Bariloche de los estudiantes de arte de todo el mundo, porque es realmente una primavera en medio del invierno”, sorprendió Gaspar García Daponte, Director de Desarrollo Institucional de la –organizadora– Fundación Urunday, en busca de un desafío que, de buscarse con el mismo empeño que fundador, no estaría lejos de resultar real. “La idea que se tiene desde siempre en esta Bienal es la de la validez del arte como transformador social y cultural… de hecho, ella ha construido una sensibilidad artística especial en la ciudad”, sostuvo Daponte.
Otro de los grandes aciertos de este descomunal acontecimiento artístico resultó el Plan Integral para Discapacitados motorizado por Francisco “Corcho” Benítez y la gente del Centro Cultural Alternativo (CECUAL) otro emblema del arte popular de Resistencia. Estructurado en cuatro ejes (capacitación, contenidos, comunicación e infraestructura) el plan inclusivo hizo que, entre los miles y miles de seres trashumando por el predio, circulara una gran cantidad de personas con capacidades diferentes para –también– disfrutar del arte popular en altas dosis.
Entre polvos, motosierras, pueblo puro, arena y mascarillas, entonces. Entre fríos y calores –porque la Bienal arrancó medio helada y terminó con 30 grados a la sombra— transcurrió el arte central, el que lo vio nacer. La entraña. Por un lado, el certamen internacional del que participaron diez estetas de sendos países (Genti Tavanxhiu, de Albania; Verena Mayer-Tasch, de Alemania; Juan Pablo Marturano, de Argentina; Sondong Choe, de Corea del Sur; Arijel Strukelj, de Eslovenia; Jhon Gogaberishvili, de Georgia; David Martínez Bucio, de México; Ebru Akinci, de Turquía; y Ihor Tkachivskyi, de Ucrania. Y el ganador Peter Virgiliu Mogosanu, de Rumania, por la obra “La naturaleza y sus tensiones”.
Por otro, el Premio Desafío que tuvo como protagonistas a estudiantes de arte de todo el país. Tales tuvieron que esculpir una obra en madera durante 48 horas y los ganadores fueron Ernesto Sosa, Benito Binder y Ricardo Ruiz –tres estudiantes del Instituto Superior del Profesorado de Enseñanza Artística Alfredo Pértile, del Chaco— quienes trabajaron una obra en homenaje a Fabriciano.